Ya a mediados del siglo XIX, Carlos Marx decía que las ideas dominantes en un determinado momento no son otras que las ideas de la clase que es dominante en ese momento. En otras palabras, la visión de mundo del poderoso se impone a toda la sociedad, de manera que los subalternos adopten esas ideas ―que desde luego les son ajenas― y las cristalicen hasta creer que son propias. Que son ideas comunes a todos y no solo de una clase social.

Más adelante, Gramsci retomará la tesis de Marx y la pondrá en la categoría de sentido común. El análisis gramsciano de esta cuestión es un asunto que no pierde vigencia y es clave para empezar a comprender, por una parte, como los dominantes llegan a serlo y, por otra, porque los dominados tienden a aceptar su condición subalterna con naturalidad.

Para Gramsci, el sentido común “contiene elementos de la Edad de Piedra y principios de la ciencia más avanzada, prejuicios de todas las fases anteriores de la historia e intuiciones de una filosofía del futuro que será la de una raza humana unida a nivel mundial”. Es este revoltijo arbitrario de ideas, según Gramsci, lo que impide a las clases subalternas romper con la hegemonía del poderoso e imponer su propia hegemonía popular.

No resulta difícil ver como el sentido común se opone al avance de las clases populares y, sin embargo, como son esas mismas clases populares las que repiten irreflexivamente el sentido común que es su enemigo.

Aquí tenemos un ejemplo del divorcio entre el sentido común y los “principios de la ciencia más avanzada”: una carta de Sigmund Freud a la madre de un joven homosexual, escrita en 1935. El siguiente es el texto completa de la misiva:

Estimada Señora,  
Entiendo por su carta que su hijo es homosexual. Me ha llamado poderosamente la atención el hecho de que usted no menciona este término en su información sobre él. ¿Puedo preguntarle por qué lo evita? La homosexualidad ciertamente no es una ventaja, pero no es nada de qué avergonzarse, no es un vicio, no es degradación; no puede ser clasificada como enfermedad; nosotros la consideramos una variación de la función sexual, producida por cierto freno en el desarrollo sexual. Muchos individuos altamente respetables de tiempos antiguos y modernos han sido homosexuales, incluyendo muchos de los hombres más grandes (Platón, Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci...). Es una tremenda injusticia perseguir la homosexualidad como un crimen. Y una crueldad también. Si no me cree, lea los libros de Havelock Ellis.  
Al preguntarme si puedo ayudarle, usted se refiere, supongo, a que si puedo suprimir la homosexualidad y hacer que la heterosexualidad normal tome su lugar. La respuesta es, de modo general, que no podemos prometer lograrlo. En cierto número de casos logramos desarrollar los gérmenes malogrados de las tendencias heterosexuales, que están presentes en cada homosexual; en la mayoría de casos ya no es posible. Es cuestión de las cualidades y la edad del individuo. El resultado del tratamiento no puede predecirse.  
Qué análisis puedo hacer por su hijo es una línea diferente. Si él es infeliz, neurótico, agobiado por conflictos, inhibido en su vida social, el análisis puede traerle armonía, paz mental, eficiencia total, ya sea que siga siendo homosexual o cambie. Si usted decide que él debe hacer su análisis conmigo (no espero que así lo decida), él debe venir a Viena. No tengo intenciones de dejar este lugar. Sin embargo, no omita hacerme llegar su respuesta.

En el primer párrafo de la carta, al decir “nosotros la consideramos una variación de la función sexual”, Freud pone en evidencia que, ya en 1935, la comunidad científica no consideraba que la homosexualidad fuera una anormalidad ni mucho menos una enfermedad.

Pero el sentido común no es la ciencia y hasta el presente, en pleno siglo XXI, podrá encontrarse no pocos individuos absolutamente convencidos de que la homosexualidad es una enfermedad abyecta, una aberración. Han pasado ochenta años desde la carta de Freud y el sentido común apenas empieza a asimilar los principios de la ciencia en esta cuestión.

Otro tanto ocurre con el sistema capitalista. Pese a que su inviabilidad ya había sido detectada a poco de andar el siglo XIX, y confirmada con las sucesivas crisis que golpean a los pueblos y aumentan la desigualdad social, nuestro sentido común sigue siendo liberal (o, como dijo oportunamente Alejandro Dolina, un sentido común de derecha). Las víctimas del capitalismo somos los que lo sostenemos al reproducir sus ideas como propias, sin darnos cuenta de que nos son ajenas.

La batalla, como se ve, es contra el sentido común. O mejor dicho, por un nuevo sentido común cuyas ideas sean más bien las propias de las clases populares. La batalla es cultural.



El sentido común: carta de Freud a la madre de un homosexual

Ya a mediados del siglo XIX, Carlos Marx decía que las ideas dominantes en un determinado momento no son otras que las ideas de la clase que es dominante en ese momento. En otras palabras, la visión de mundo del poderoso se impone a toda la sociedad, de manera que los subalternos adopten esas ideas ―que desde luego les son ajenas― y las cristalicen hasta creer que son propias. Que son ideas comunes a todos y no solo de una clase social.

Más adelante, Gramsci retomará la tesis de Marx y la pondrá en la categoría de sentido común. El análisis gramsciano de esta cuestión es un asunto que no pierde vigencia y es clave para empezar a comprender, por una parte, como los dominantes llegan a serlo y, por otra, porque los dominados tienden a aceptar su condición subalterna con naturalidad.

Para Gramsci, el sentido común “contiene elementos de la Edad de Piedra y principios de la ciencia más avanzada, prejuicios de todas las fases anteriores de la historia e intuiciones de una filosofía del futuro que será la de una raza humana unida a nivel mundial”. Es este revoltijo arbitrario de ideas, según Gramsci, lo que impide a las clases subalternas romper con la hegemonía del poderoso e imponer su propia hegemonía popular.

No resulta difícil ver como el sentido común se opone al avance de las clases populares y, sin embargo, como son esas mismas clases populares las que repiten irreflexivamente el sentido común que es su enemigo.

Aquí tenemos un ejemplo del divorcio entre el sentido común y los “principios de la ciencia más avanzada”: una carta de Sigmund Freud a la madre de un joven homosexual, escrita en 1935. El siguiente es el texto completa de la misiva:

Estimada Señora,  
Entiendo por su carta que su hijo es homosexual. Me ha llamado poderosamente la atención el hecho de que usted no menciona este término en su información sobre él. ¿Puedo preguntarle por qué lo evita? La homosexualidad ciertamente no es una ventaja, pero no es nada de qué avergonzarse, no es un vicio, no es degradación; no puede ser clasificada como enfermedad; nosotros la consideramos una variación de la función sexual, producida por cierto freno en el desarrollo sexual. Muchos individuos altamente respetables de tiempos antiguos y modernos han sido homosexuales, incluyendo muchos de los hombres más grandes (Platón, Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci...). Es una tremenda injusticia perseguir la homosexualidad como un crimen. Y una crueldad también. Si no me cree, lea los libros de Havelock Ellis.  
Al preguntarme si puedo ayudarle, usted se refiere, supongo, a que si puedo suprimir la homosexualidad y hacer que la heterosexualidad normal tome su lugar. La respuesta es, de modo general, que no podemos prometer lograrlo. En cierto número de casos logramos desarrollar los gérmenes malogrados de las tendencias heterosexuales, que están presentes en cada homosexual; en la mayoría de casos ya no es posible. Es cuestión de las cualidades y la edad del individuo. El resultado del tratamiento no puede predecirse.  
Qué análisis puedo hacer por su hijo es una línea diferente. Si él es infeliz, neurótico, agobiado por conflictos, inhibido en su vida social, el análisis puede traerle armonía, paz mental, eficiencia total, ya sea que siga siendo homosexual o cambie. Si usted decide que él debe hacer su análisis conmigo (no espero que así lo decida), él debe venir a Viena. No tengo intenciones de dejar este lugar. Sin embargo, no omita hacerme llegar su respuesta.

En el primer párrafo de la carta, al decir “nosotros la consideramos una variación de la función sexual”, Freud pone en evidencia que, ya en 1935, la comunidad científica no consideraba que la homosexualidad fuera una anormalidad ni mucho menos una enfermedad.

Pero el sentido común no es la ciencia y hasta el presente, en pleno siglo XXI, podrá encontrarse no pocos individuos absolutamente convencidos de que la homosexualidad es una enfermedad abyecta, una aberración. Han pasado ochenta años desde la carta de Freud y el sentido común apenas empieza a asimilar los principios de la ciencia en esta cuestión.

Otro tanto ocurre con el sistema capitalista. Pese a que su inviabilidad ya había sido detectada a poco de andar el siglo XIX, y confirmada con las sucesivas crisis que golpean a los pueblos y aumentan la desigualdad social, nuestro sentido común sigue siendo liberal (o, como dijo oportunamente Alejandro Dolina, un sentido común de derecha). Las víctimas del capitalismo somos los que lo sostenemos al reproducir sus ideas como propias, sin darnos cuenta de que nos son ajenas.

La batalla, como se ve, es contra el sentido común. O mejor dicho, por un nuevo sentido común cuyas ideas sean más bien las propias de las clases populares. La batalla es cultural.